Sabido es por la mayor parte de gentes ilustradas cómo el
espíritu geométrico y racional del siglo XVIII derivó en una orgía de
ejecuciones sangrientas durante el periodo de la Revolución Francesa. Ya el
genial Francisco de Goya intuyó que los sueños de la razón producen monstruos.
El procedimiento para ejecutar a quienes la
Revolución juzgaba en cada momento como sus enemigos no dejaba de ser un fruto
de ese mismo espíritu geométrico que tiñó al Siglo de las Luces. El
sorprendente artefacto que Monsieur Guillotin, aunque no inventado por él, puso
a disposición de los ardorosos defensores del nuevo orden se basaba en escuetos
y exactos procedimientos físico-matemáticos. La guillotina no era más que una
afilada cuchilla que desde una altura razonable caía sobre el cuello del
ocasional enemigo del pueblo siguiendo las estrictas leyes de la uniforme
aceleración de un cuerpo en caída libre ayudada tal caída por la verticalidad
de los rieles que guiaban al inexorable
y delgado cuerpo desde su altura hasta su destino final, cuando al impactar
contra el cuello del condenado seccionaba la cabeza del mismo y, consecuencia
de ello, terminaba con la vida del contrarrevolucionario.
Amén de confirmar la potencialidad mortífera de la
aceleración, también el rápido deslizamiento de la cuchilla daba lugar a
reflexiones acerca de la transformación de la energía potencial en energía
cinética.
En el mismo orden de cosas daba pábulo la guillotina
a consideraciones agudas en torno a la diferencia entre divisibilidad física y
cualitativa, pues con el ejercicio de la decapitación se podía constatar cómo
un cuerpo es una realidad extensa y por ende divisible, pero una persona no lo
es. Un cuerpo dividido en dos daba como resultado dos cuerpos, eso sí, inertes,
pero no daba como resultado dos personas sino la aniquilación de una persona.
Robespierre, dedicado con generoso afán en la búsqueda
de enemigos a los que aplicar el suplicio de la guillotina tuvo oportunidad de
terminar sus días con una experiencia propia de la eficacia del procedimiento
que con tanto celo había contribuido a difundir. El virtuoso y oscuro abogado
de Arras subió al patíbulo y se le aplicó la medicina que tantos sufrieron
antes de él. El efecto, inexorable como siempre: su cuerpo se dividió en cabeza
y tronco y su persona se aniquiló.
La guillotina era un instrumento que respondía a la
ciencia de la época, determinista y mecanicista. La guillotina de la revolución
era por tanto una guillotina mecánica.
Tras las elegantes y recortadas pelucas de la
segunda mitad del siglo XVIII se ocultaba la furia , en apariencia purificadora
pero a la postre aniquiladora. Tras decenios de adoración a la diosa razón
Europa acabó desfilando al compás de Napoleón Bonaparte. Goya y Beethoven
supieron captar con su arte el tránsito del jardín francés a la tormenta
desatada e imprevisible. El fruto de todo ello lo llamamos Romanticismo.
Hoy día, si de nuevo se desatara en algún lugar el
furor revolucionario, la guillotina debería ajustarse a los nuevos avances, en
especial a las posibilidades que la electrónica ofrece. La nueva guillotina
habría de ser pues una guillotina dinámica, que sustituyera a la vieja guillotina
mecánica.
Piénsese en los cierres electrónicos de puertas que
algunos establecimientos poseen o en las modernas persianas que, gracias a la
misma electrónica, pueden ser subidas o bajadas apretando un botón, tal como
hacemos con los cristales de las ventanillas de los automóviles ( elevalunas
eléctrico lo llaman, como si sólo se elevaran las lunas y nunca se
bajaran).
Si aplicáramos a la guillotina los mismos procedimientos
que nos permiten elevar o bajar las lunas o subir o bajar las persianas, por
procedimientos eléctricos, el resultado sería un deslizamiento más suave y
armonioso de la cuchilla aniquiladora, que caería sobre el cuello del condenado
no con la brusquedad de la aceleración sino con la suavidad de un movimiento
uniforme pero constante. A su vez, el control que el verdugo tendría del
artefacto le permitiría un margen de discrecionalidad, de tal manera que pudiera,
conforme la cuchilla se aproximara al cuello del reo, detener su marcha, elevar
la cuchilla de nuevo, hacer que volviera a descender, de tal manera que se
plasmara en la mente del condenado el principio de incertidumbre más acorde con
la actual visión del universo en vez de la vieja aunque inexorable certidumbre
del paradigma mecanicista.
La posición que en la guillotina mecánica adoptaba
el condenado, mirando hacia el suelo, le impedía ver la llegada hacia sí de la
cuchilla. En el nuevo modelo, se podría poner ante la vista del justiciable un
espejo que le permitiera a este ver las sucesivas, aleatorias e imprevistas
aproximaciones y alejamientos de la cuchilla. Las cajas y tambores que solían
acompañar a los condenados dieciochescos podrían ser sustituidas por música
grabada, adecuada al momento, por ejemplo, Una noche en el monte pelado
de Músorgski, si bien, cabe contemplar la posibilidad de permitir aquí que se
cumpla la última voluntad de la persona que va a ser ejecutada, y que en su
lugar pueda optar por En un mercado persa o por Guantanamera,
según sus gustos y estética.
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