domingo, 2 de noviembre de 2014

NOVIEMBRE Y LA NAVIDAD.

Llega el mes de noviembre y con él los preparativos para la Navidad.
Cada año se anticipa más la preparación de tal evento y ya es posible encontrar en más de un establecimiento la oferta de productos navideños tales como árboles de Noel, nacimientos y los respectivos adornos de bolas de todo tamaño y figuras de pesebre.
El mes de noviembre, tradicionalmente unido a connotaciones fúnebres ha visto transmutarse su carácter y ha quedado como un mes de preparación para la Navidad.



El inicio del mes, en la noche del día uno no hace recordar ya a nadie la noche de difuntos. En su lugar, una ridícula manifestación de colonialismo cultural ha sustituido el recuerdo de los nuestros, de quienes nos dejaron por una mascarada de calaveras, muertos vivientes y el innegable placer que sin duda proporciona el lanzamiento de huevos contra los autobuses a unos adolescentes satisfechos del mérito de su certera hazaña.
País mayoritariamente cristiano y católico, casi nadie conoce en España los tiempos litúrgicos y por tanto, casi nadie repara en que falta aún más de un mes largo para que dé inicio la Navidad. Ni siquiera ha comenzado aún el Adviento aunque, ¿ quién sabe aquí lo que es el Adviento?.
Se inician dos meses de incitación al consumo con mensajes dirigidos hacia una población privada, tras años de empobrecimiento, de la posibilidad de consumir.
La sociedad actual, construida sobre la inconsciencia de un presente feliz, ha abolido, ha expulsado de sí todo aquello que no se ajusta a su inmutable falsedad. La sustitución del carácter meditativo que el mes de noviembre tenía por el de un mes de iniciación a la Navidad, con su oferta de felicidad de chispeantes burbujas no es más que la última manifestación del olvido de la única certeza, la muerte, y su sustitución por la única falsedad absolutamente cierta: la de una vida perenne y eternamente feliz.
No soy yo de aquellos que participan del casi obligado desagrado que las fiestas de Navidad causan en mucha gente. Es difícil dar con alguien que manifieste que le gusta la Navidad. A mí sí me gusta. Me ha gustado siempre, al igual que el frío y la nieve, las pocas veces que se presenta por estas latitudes. Lo que me desagrada es el imperio que la incitación al consumo ejerce durante los dos meses anteriores.
Lo que más me gustaba de la Navidad era su carácter intimista, que se solía reflejar en la celebración de la Nochebuena y en el día de Navidad.
Lo que menos me atraía era la Nochevieja, con su obligación de permanecer despierto y en pie hasta la mañana, aunque el cansancio y a veces el aburrimiento demandaran al cuerpo otra cosa.
Ahora el mes de noviembre es una preparación para una Navidad que, a su vez, se va convirtiendo poco a poco, sin apenas darnos cuenta, en un apéndice de las fiestas de fin de año, que tienen que ver más con un carnaval equivocado de calendario que con una celebración navideña.
La Navidad, tal como la hemos plasmado en nuestras sociedades, es un reflejo exacto de la manera de vivir el tiempo en este mundo mercantilizado: tiempo consumido, no vivido. Son fiestas de vísperas, que apuntan al siguiente día: víspera de Navidad, víspera de Año Nuevo, víspera de Reyes. El tiempo vivido es el que valora el instante. El tiempo consumido es el que agota su sentido en la espera del siguiente acontecimiento. La Navidad refleja un tiempo consuntivo cuyo último logro ha sido convertir al mes de noviembre, todo él, en una simple víspera.
Vivir el tiempo de este modo consuntivo es tanto como ofrecernos a todos como víctimas en holocausto a un dios, el del consumo, que sólo se satisface con un tiempo que se quema y no se vive.
Si, además, cada vez es más difícil consumir en este extraño capitalismo de la austeridad, que pide gastar pero no da los medios para hacerlo, se nos pide un sacrificio de difícil cumplimiento en la era del capitalismo sin consumidores que nos ha tocado vivir.
¡Sed austeros pero comprad! Extraño mensaje de esta fase delirante de la economía europea.



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