Llega el mes de noviembre y con él los preparativos
para la Navidad.
Cada año se anticipa más la preparación de tal evento y ya
es posible encontrar en más de un establecimiento la oferta de productos
navideños tales como árboles de Noel, nacimientos y los respectivos adornos de
bolas de todo tamaño y figuras de pesebre.
El mes de noviembre, tradicionalmente unido a
connotaciones fúnebres ha visto transmutarse su carácter y ha quedado como un
mes de preparación para la Navidad.
El inicio del mes, en la noche del día uno no hace
recordar ya a nadie la noche de difuntos. En su lugar, una ridícula
manifestación de colonialismo cultural ha sustituido el recuerdo de los
nuestros, de quienes nos dejaron por una mascarada de calaveras, muertos
vivientes y el innegable placer que sin duda proporciona el lanzamiento de
huevos contra los autobuses a unos adolescentes satisfechos del mérito de su
certera hazaña.
País mayoritariamente cristiano y católico, casi
nadie conoce en España los tiempos litúrgicos y por tanto, casi nadie repara en
que falta aún más de un mes largo para que dé inicio la Navidad. Ni siquiera ha
comenzado aún el Adviento aunque, ¿ quién sabe aquí lo que es el Adviento?.
Se inician dos meses de incitación al consumo con
mensajes dirigidos hacia una población privada, tras años de empobrecimiento,
de la posibilidad de consumir.
La sociedad actual, construida sobre la
inconsciencia de un presente feliz, ha abolido, ha expulsado de sí todo aquello
que no se ajusta a su inmutable falsedad. La sustitución del carácter
meditativo que el mes de noviembre tenía por el de un mes de iniciación a la
Navidad, con su oferta de felicidad de chispeantes burbujas no es más que la
última manifestación del olvido de la única certeza, la muerte, y su
sustitución por la única falsedad absolutamente cierta: la de una vida perenne
y eternamente feliz.
No soy yo de aquellos que participan del casi
obligado desagrado que las fiestas de Navidad causan en mucha gente. Es difícil
dar con alguien que manifieste que le gusta la Navidad. A mí sí me gusta. Me ha
gustado siempre, al igual que el frío y la nieve, las pocas veces que se
presenta por estas latitudes. Lo que me desagrada es el imperio que la incitación
al consumo ejerce durante los dos meses anteriores.
Lo que más me gustaba de la Navidad era su carácter
intimista, que se solía reflejar en la celebración de la Nochebuena y en el día
de Navidad.
Lo que menos me atraía era la Nochevieja, con su
obligación de permanecer despierto y en pie hasta la mañana, aunque el
cansancio y a veces el aburrimiento demandaran al cuerpo otra cosa.
Ahora el mes de noviembre es una preparación para
una Navidad que, a su vez, se va convirtiendo poco a poco, sin apenas darnos
cuenta, en un apéndice de las fiestas de fin de año, que tienen que ver más con
un carnaval equivocado de calendario que con una celebración navideña.
La Navidad, tal como la hemos plasmado en nuestras
sociedades, es un reflejo exacto de la manera de vivir el tiempo en este mundo
mercantilizado: tiempo consumido, no vivido. Son fiestas de vísperas, que
apuntan al siguiente día: víspera de Navidad, víspera de Año Nuevo, víspera de
Reyes. El tiempo vivido es el que valora el instante. El tiempo consumido es el
que agota su sentido en la espera del siguiente acontecimiento. La Navidad refleja
un tiempo consuntivo cuyo último logro ha sido convertir al mes de noviembre,
todo él, en una simple víspera.
Vivir el tiempo de este modo consuntivo es tanto
como ofrecernos a todos como víctimas en holocausto a un dios, el del consumo,
que sólo se satisface con un tiempo que se quema y no se vive.
Si, además, cada vez es más difícil consumir en este
extraño capitalismo de la austeridad, que pide gastar pero no da los medios
para hacerlo, se nos pide un sacrificio de difícil cumplimiento en la era del
capitalismo sin consumidores que nos ha tocado vivir.
¡Sed austeros pero comprad! Extraño mensaje de esta
fase delirante de la economía europea.
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