lunes, 3 de octubre de 2016

LA MÁXIMA AUTORIDAD.

"Yo aquí soy la máxima autoridad" afirmó el otro día aquella mujer. No le fue permitido pasar del recibidor durante las dos horas en las que permaneció en la Historia.
Nuestro personaje no debería haber ignorado un principio aunque indemostrable, indiscutible: autoridad ostentada, autoridad ignorada.
Cuando alguien, y de eso algo sé, tiene que proclamar enfáticamente su autoridad es porque realmente no la tiene. En mi actividad habré dicho más de una vez: "aquí mando yo", pero siempre que tal he dicho ha coincidido con momentos en los que realmente me costaba o no podía imponer mi autoridad.
La auténtica autoridad no se proclama enfáticamente, se muestra.
Cuando hay un excesivo empeño en mostrar músculo es porque quizá no se tiene, pues el músculo se ve.
La pistola más eficaz es aquella que nunca es disparada. Cuando hay que hacer uso del arma está claro que antes ha sido ignorada su capacidad disuasoria.
Cuando gritamos, y quién no lo ha hecho alguna vez, mostramos que hemos perdido la autoridad.
No me imagino a ningún gran líder: Bismarck, De Gaulle, Churchill, Adenauer, diciendo en voz alta: "yo soy la máxima autoridad". Todos se la reconocían sin necesidad de que ellos, enfáticamente, la reclamaran.
El ridículo de quien se proclama autoridad es mayor cuanto más alta es la autoridad que se reclama. Si lo que se reclama es la máxima autoridad, el ridículo está en el mismo grado, un ridículo máximo.

Máximo ridículo, mínima autoridad, insignificancia absoluta.

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