"Yo aquí soy la máxima
autoridad" afirmó el otro día aquella mujer. No le fue permitido pasar del
recibidor durante las dos horas en las que permaneció en la Historia.
Nuestro personaje no debería haber
ignorado un principio aunque indemostrable, indiscutible: autoridad ostentada,
autoridad ignorada.
Cuando alguien, y de eso algo sé,
tiene que proclamar enfáticamente su autoridad es porque realmente no la tiene.
En mi actividad habré dicho más de una vez: "aquí mando yo", pero
siempre que tal he dicho ha coincidido con momentos en los que realmente me
costaba o no podía imponer mi autoridad.
La auténtica autoridad no se proclama
enfáticamente, se muestra.
Cuando hay un excesivo empeño en
mostrar músculo es porque quizá no se tiene, pues el músculo se ve.
La pistola más eficaz es aquella que
nunca es disparada. Cuando hay que hacer uso del arma está claro que antes ha
sido ignorada su capacidad disuasoria.
Cuando gritamos, y quién no lo ha
hecho alguna vez, mostramos que hemos perdido la autoridad.
No me imagino a ningún gran líder:
Bismarck, De Gaulle, Churchill, Adenauer, diciendo en voz alta: "yo soy la
máxima autoridad". Todos se la reconocían sin necesidad de que ellos,
enfáticamente, la reclamaran.
El ridículo de quien se proclama
autoridad es mayor cuanto más alta es la autoridad que se reclama. Si lo que se
reclama es la máxima autoridad, el ridículo está en el mismo grado, un ridículo
máximo.
Máximo ridículo, mínima autoridad,
insignificancia absoluta.
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