La
reciente declaración del antiguo vicepresidente de la Generalitat de Catalunya
ante el Tribunal Supremo en su condición de acusado de rebelión ha suscitado
reacciones de sorpresa por parte de quienes no han sido capaces de entender
algunas de sus afirmaciones.
Ciertamente
es difícil sustraerse a la incredulidad causada por afirmaciones como la de que
ninguna de sus actuaciones ha sido ilegal, que realizar un referéndum de
autodeterminación que afecta a una comunidad autónoma no atenta a la
Constitución y, quizá, la más sorprendente: su amor a España y a su cultura.
También ha llamado la atención su insistencia en presentarse como hombre de
bien y como buena persona.
Entiendo
con toda claridad la perplejidad e incluso el enfado que las declaraciones del
señor Oriol Junqueras han provocado. No comparto, sin embargo, la idea
ampliamente difundida de que estamos ante un cínico y un mentiroso. Es
precisamente en esta divergencia donde yo encuentro que se sitúa el drama al
que estamos asistiendo.
La
declaración del señor Junqueras se ha inclinado más por el lado de la
reivindicación política que por el más seguro de la defensa estrictamente
jurídica. Con ello el señor Junqueras afronta un riesgo claro de condena a
largos años de cárcel, pues lejos de negar los hechos, los reivindica con
orgullo. Se declara preso político y afirma ser perseguido no por sus actos
sino por sus ideas.
Coincido
con la opinión mayoritaria que considera falsas tales afirmaciones pero lo
dramático, a mi modo de ver, es que quien así miente no es un mentiroso ni un
cínico, lo que dice no se ajusta a la verdad pero quien lo dice está convencido
de decir verdad. El señor Junqueras no es un mentiroso ni un cínico, es un
fanático.
Muchos
de sus seguidores tampoco son cínicos ni mentirosos, sino fanáticos.
Ahí
está el nudo gordiano. Si fuera un cínico, e incluso, un mentiroso, sería una
persona calculadora. Si quienes le siguen también lo fueran, quizá serían
peores personas que la buena persona que el señor Junqueras afirma ser y que
probablemente sea.
Con
líderes calculadores se puede negociar porque el cálculo, concepto matemático
al fin y a la postre, remite a una cantidad,
y una cantidad siempre se puede negociar porque se puede dividir. Cuando prima
sobre el cálculo la convicción, es más difícil la negociación, pues las
convicciones no se negocian.
Todo,
la voz, el aspecto físico del señor Junqueras, la convicción rocosa con que
expone sus argumentos, remiten a un ámbito que no es plenamente político sino
más bien religioso. El señor Junqueras no se ve como político dispuesto a
obtener una victoria, se ve más bien como un mártir que obtiene su mayor
triunfo con el dolor que está dispuesto a afrontar en defensa de su causa.
Mientras
no acertemos a desacralizar este conflicto y llevarlo de la mística de la
soberanía a la pragmática de los intereses, poca solución vamos a obtener.
Mientras
enfrente se piense que la solución está en desempolvar otra mística de signo
contrario, nos alimentaremos de identidades, símbolos, cánticos, para, al
final, algún día, volver al terreno de la verdadera política, prosaica,
profana, fría, pero único marco si lo que queremos es negociar intereses y no
confrontar identidades.