La
publicidad de televisores encierra en sí una dificultad que sólo puede ser
vencida por la propia fuerza de un mensaje en el que la capacidad de seducción
es superior a la base real sobre la que el mensaje se apoya.
Se
nos incita a adquirir una pantalla en la que la calidad de la imagen es
superior a lo que hasta ahora hemos visto en cualquiera de los aparatos por
nosotros usados. Dado que el mensaje busca que compremos el nuevo producto es
normal que este sea presentado como muy superior al que actualmente gozamos.
Lo
curioso y casi imposible del mensaje se esconde en el hecho de que esa imagen
tan perfecta la podemos apreciar en un aparato, el nuestro actual, que se
supone no tiene la calidad suficiente para que podamos gozar de la imagen
prometida en el anuncio.
Dicho
de otro modo: si fuésemos inteligentes, nos daríamos cuenta de que la calidad
anunciada en el mensaje publicitario no es la del nuevo televisor, es la del
televisor que ahora poseemos y que no deberíamos cambiar hasta que en un
anuncio de televisores nos fuera imposible apreciar la calidad prometida.
En
realidad la publicidad de televisores sólo funciona por la incitación a
adquirir algo nuevo aunque no lo necesitemos. El anuncio de un televisor es la
quintaesencia del consumismo.
Con
todo, ¡qué bonitos son los nuevos televisores!.
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