lunes, 30 de junio de 2014

PROGRESO, RETROCESO, ESTADÍSTICA.

En todo cambio hay que suponer un estado inicial, un estado final, un tiempo transcurrido entre estos dos estados y un proceso realizado en ese tiempo que nos permite pasar del estado inicial al estado final.
A su vez la elección del estado que tomamos como inicial y el que determinamos como final es siempre el resultado de una toma de postura y por tanto, una decisión de acotamiento siempre arbitraria, si bien la arbitrariedad puede ser mayor o menor atendiendo a factores que nos permitan, de manera justificada, poder defender el punto de partida y el punto de llegada que tomamos para nuestro análisis.
Hasta aquí nos movemos en un terreno en principio neutro, aunque el hecho de que nos fijemos en ciertos acontecimientos olvidando otros es síntoma de un enfoque previo, no explícito, que hace que consideremos algunos acontecimientos como altamente significativos y otros como indiferentes.
Hay con todo, algunos términos y expresiones que de manera más explícita nos muestran ya una valoración. Uno de ellos es el de progreso.
Todo cambio muestra de forma necesaria un proceso. Que un proceso sea calificado de progreso muestra que cuando tal cosa afirmamos estamos de hecho considerando que el estado final es superior al inicial.
Que haya progreso es algo que en muchas ocasiones es cierto, pero también es cierto que existe una tendencia a confundir lo posterior con lo superior.
“ Posterior” hace referencia a algo que viene después, por tanto, tiene un significado exclusivamente temporal. Basta con comprobar los datos de cada acontecimiento concreto para saber si es o no posterior a algún otro acontecimiento. Lo que no es ya tan evidente es que algo posterior sea por ese solo hecho superior. Sólo una idea de progreso ingenua puede sostener que lo posterior es superior.
Leí en una ocasión un artículo que lamento no recordar y en el cual el autor ponía un ejemplo muy gráfico: si la invención de la cerilla hubiera sido posterior a la del encendedor, no faltarían gentes que alabarían el progreso que la cerilla supone respecto del encendedor.
El juego y, también es preciso reconocerlo, el encanto de la moda, residen precisamente en hacernos creer que lo nuevo es superior a lo antiguo por el solo hecho de ser nuevo. La presión de la moda puede llegar a imponerse con mayor fuerza que el más estricto de los imperativos legales.
Los positivistas del siglo XIX fueron los que de forma más natural asumieron la creencia en el progreso. Tenían buenas razones para mostrar su entusiasmo pues la medicina y otras ciencias avanzaban en esos años de  tal manera que difícilmente se podía creer que no hubiera un progreso. Por desgracia el siglo XX pudo comprobar cómo el progreso científico y tecnológico no iba muchas veces acompañado de un progreso moral. Se vio con terror que era posible aunar una racionalidad técnica con una absoluta irracionalidad en cuanto a los fines.
La idea de progreso no debe ser abandonada, pues ello nos haría caer en la complacencia desengañada, pero tampoco debe ser asumida de una manera ingenua. El progreso debe venir unido al compromiso de cada uno con aquello que considere como más honesto. El progreso, si se quiere salvar, debe ser aislado de la simple constatación de hechos que todo proceso tiene. No se debe confundir progreso con estadística. Las estadísticas no dan más que lo que nosotros ponemos en ellas, miden  lo que queremos medir y, por ello, son tan fácilmente manipulables sin tan siquiera tener que tomarse muchas veces el esfuerzo de mentir. Eso la saben muy bien los gobiernos.
Confundir proceso con progreso es una de las muchas variantes de la confusión entre lo cuantitativo y lo cualitativo. Lo meramente cuantitativo puede impresionar nuestra mente de tal manera que nos aparezca como cualitativo.
Un ejemplo gráfico de esto último: si una persona tiene 40 grados de fiebre y otra en el mismo momento tiene sólo unas décimas, si dejamos transcurrir unas horas y volvemos a tomar la temperatura y comprobamos que la persona que tenía 40 grados ha pasado a tener 38 y la que tenía unas décimas ya no las tiene, podemos presentar este hecho de dos maneras: de una manera honesta diremos que la persona que tenía unas décimas y ahora ya no las tiene está en mejor estado de salud que la persona que en ambos casos tenía fiebre alta. Si presentamos los datos tal como haría, por ejemplo, un gobierno que quisiera transmitir una sensación de mejora a toda costa, podríamos decir que la persona que ha bajado de 40 grados a 38 ha experimentado una evolución más intensa que aquella que sólo ha eliminado unas décimas. En ningún caso se miente pero en el segundo se juega con la impresión que la contundencia del número tiene y que puede llevar a mucha gente a engaño.
No hay que despreciar por supuesto los aspectos cuantitativos, pero con ellos simplemente no podemos hablar de progreso. En la enseñanza, por ejemplo, se ha avanzado mucho en lo que se refiere a la escolarización, pero esa escolarización muchas veces sirve a la satisfacción estadística que da a los responsables poder afirmar que no hay niños que no asisten a la escuela. Se persigue el absentismo, pero una vez logrado que toda persona en edad escolar esté sentada ante su pupitre, qué sea lo que tal persona aprenda o haga parece que ya es secundario. Está en la escuela, ya hemos cumplido.
Al llegar el final de un curso, políticos, inspectores, directores, nos abruman con estadísticas, gráficos, líneas de todo tipo y color, para tratar de explicar los datos obtenidos. Lo cuantitativo se impone de tal manera que, en vez de surgir un debate serio ( hace años que no se debate en los centros) lo que se hace por parte de casi todo el mundo es pedir aclaraciones sobre los gráficos presentados. En lugar de plantear si estamos haciendo las cosas bien entramos a discutir si están bien o no reflejados los datos. Se asume el dato como la última palabra, y de paso desaparece la palabra como instrumento de discusión. La palabra, portadora de ideas, es tratada de forma condescendiente como palabrería, y los datos, que sin valoraciones no son nada, se imponen como un sustituto fraudulento de la discusión.
En definitiva, estamos ante un auténtico retroceso.




sábado, 28 de junio de 2014

COSAS QUE SE ME OCURREN CADA VEZ QUE OIGO HABLAR A FELIPE GONZÁLEZ.

Un símbolo se respeta mientras es un ejemplo.
Cuando el símbolo deja de ser ejemplo se convierte en representación gastada y, al final, en símbolo de otra cosa, en dique de contención de los miedos reales o imaginarios ante lo desconocido.
Se habrá pasado entonces del símbolo al tapón.
El tapón será eficaz si en la botella no hay mucha presión pero de haberla, será mejor abrirla antes de que salga el contenido de manera brusca y se derrame salpicando de forma indiscriminada a todos los que estén cerca.
Saber abrir la botella a tiempo es el arte de la gente inteligente. Más inteligente aún es no embotellar y dejar que el líquido fluya de manera libre.
Ahora lo que predomina es más bien una actitud obtusa, que ante la presión se limita a decir que lo mejor es no menear mucho la botella, no sea que estalle.
También es verdad que del negocio del líquido embotellado ha vivido mucha gente.
El miedo no puede ser nunca un buen argumento para hacer o dejar de hacer cosas. Caso de que lo que se haga lo sea por miedo, el resultado será siempre insatisfacción y desagrado por haber hecho algo que se sabe que no es lo adecuado sino lo aparentemente conveniente.
Al final vendrán gentes que no se harán solidarias de nuestros miedos. No podemos hacer pasar a las gentes nuevas nuestros miedos como experiencia y sabiduría porque no nos entenderán.
En todo caso la sabiduría consiste en ser consciente de los peligros, no en claudicar ante ellos.


viernes, 27 de junio de 2014

¿TODAVÍA HAY JUECES?

“Cuenta la leyenda que una buena mañana (y lo cito en mi libro de Derecho Penal a propósito del principio de legalidad y la garantía jurisdiccional) Federico II de Prusia, molesto porque un molino cercano a su palacio Sans Souci afeaba el paisaje, envió a un edecán a que lo comprara por el doble de su valor, para luego demolerlo.
Al regresar el emisario real con la oferta rechazada, el rey Federico II de Prusia se dirigió al molinero, duplicando la oferta anterior. Y como este volviera a declinar la oferta de su majestad, Federico II de Prusia se retiró advirtiéndole solemnemente que si al finalizar el día no aceptaba, por fin, lo prometido, perdería todo, pues a la mañana siguiente firmaría un decreto expropiando el molino sin compensación alguna. Al anochecer —continúa la leyenda— el molinero se presentó en el palacio y el rey lo recibió, preguntándole si comprendía ahora ya cuan justo y generoso había sido con él. Sin embargo, el campesino se descubrió y entregó a Federico II una orden judicial que prohibía a la Corona expropiar y demoler un molino solo por capricho personal. Y mientras Federico II leía en voz alta la medida cautelar, funcionarios y cortesanos temblaban imaginando la furia que desataría contra el terco campesino y el temerario magistrado. Pero concluida la lectura de la resolución judicial, y ante el asombro de todos —finaliza la leyenda—, Federico el Grande levantó la mirada y declaró: “Me alegra comprobar que todavía hay jueces en Berlín”. Saludó al molinero y se retiró visiblemente satisfecho por el funcionamiento institucional de su reino, aseguran los cronistas de palacio”.
Así narraba esta conocida anécdota Antonio García Pablos en un artículo publicado en el diario El País el 1 de mayo de 2013. La historia ha sido contada con diversas variantes y no podemos saber si es cierta, aunque en todo caso, responde muy bien a la descripción asumida de lo que fue el Despotismo ilustrado tanto en lo que tuvo de despótico como en lo que tuvo de ilustrado.

Federico II de Prusia por Antoine Presne.
Federido II, rey de Prusia, conocido en la historia como Federico el Grande es el mismo rey que aparece mencionado en otra anécdota, esta vez comprobada, en la que se narra su encuentro con Johann Sebastian Bach. Aficionado a la música y ejecutante más que competente de la flauta, tenía el rey Federico a su servicio en su Capilla Musical a Carlos Philipp Enmanuel Bach. Cuando en 1747 el padre de éste, Johann Sebastian Bach acudió a visitar a su hijo, el rey, al enterarse de la visita del viejo Bach le hizo presentarse de inmediato ante su corte y le propuso un tema ( tema regio ) para que sobre él improvisara. El viejo Bach desarrolló sobre ese tema una fuga y le prometió al rey trabajar de forma más concienzuda en el mismo. El resultado de este encuentro fue la Ofrenda Musical.

El rey Federico, que de forma tan favorable queda reflejado en estas anécdotas también permitió que hombres como Inmanuel Kant pudieran elaborar su filosofía sin intromisiones ni censuras, pero por el contrario, habrá de cargar para siempre con la vergüenza de haber favorecido el reparto de Polonia, hecho que llenó de indignación a otro déspota ilustrado más próximo a nosotros, Carlos III.

Johann Sebastian Bach.

Aunque no estemos ya en la época del Despotismo ilustrado ( en España cuajó más el sustantivo que el adjetivo) sí que nos enfrentamos al hecho insólito de la imputación de una infanta real, hasta el pasado 19 de junio la hija del rey y desde esa fecha la hermana del nuevo rey. La imputación ha provocado el enfrentamiento entre el juez instructor y el fiscal, contrario este último a la adopción de tal medida. El fiscal acusa al juez por actuar contra la infanta por ser esta quien es, o dicho de otra manera, lo acusa de proceder contra la misma no guiado por criterios de justicia sino por afán justiciero. Lo que no parece entrar en la cabeza del fiscal es que de no ser imputada la infanta, se podría decir del mismo modo que no lo es por ser quien es.

Estatua ecuestre de Federico el Grande en Berlín.

Por más que, al igual que todas las disciplinas, se quiera revestir de un lenguaje con apariencia de neutralidad científica, el derecho establecido está creado por hombres y mujeres concretos, encubiertos tras la pomposa expresión de el legislador, responde en cada momento a intereses y es cualquier cosa menos algo neutro. La imparcialidad que hay que suponer en jueces y fiscales no deja de ser un buen deseo, sin que al afirmar esto último haya que poner en duda la honestidad personal concreta de nadie.
Ya la propia expresión de la presunción de inocencia encierra en sí algo contradictorio, pues cuando un juez investiga lo hace guiado por una sospecha y movido por un principio acusatorio. Por tanto, por más que objetivamente se diga que se presume la inocencia, lo más lógico es pensar que cuando alguien investiga es porque supone culpabilidad. Cuando no se da este caso, simplemente no se admite a trámite la demanda.
La prosa de jueces y fiscales está llena de juicios de intención y de suposiciones, y no puede ser de otro modo, pues es imposible juzgar comportamientos sin tener en cuenta motivaciones e intenciones.
Los periodistas, aplicando de forma grotesca el principio de la presunción de inocencia redactan sus escritos con expresiones parecidas a estas: “ el presunto asesino”, “ el presunto ladrón”, “ el presunto violador”, etc, sin darse cuenta de que decir “asesino”, “ladrón” o “violador” es llamarle a alguien delincuente, y al añadir delante de estas palabras la palabra “presunto” lo que están haciendo, mal a su pesar, es presumir la culpabilidad, no la inocencia.
Por otro lado, sería un uso poco natural redactar de la siguiente manera: “han detenido a un presunto no asesino”, “ han detenido a un presunto no ladrón”, “han detenido a un presunto no violador”, si lo que se quisiera es resaltar la presunción de inocencia.
La presunción de inocencia es un principio deseable en la aplicación de la justicia, pero como acto mental es imposible.
El fiscal del caso que afecta a la infanta presume que el juez no es imparcial y vierte contra él acusaciones durísimas. El juez le responde que si tal es su pensamiento, debería actuar contra él por prevaricación.
Sea cual sea el final de esta historia judicial, espero que lo que se acabe juzgando sea la actuación de la infanta y no la actuación del juez.
No puedo saber cómo acabará este proceso, pero me da la sensación de que todavía hay jueces en Palma de Mallorca.  

sábado, 21 de junio de 2014

EL NUEVO REY.

Juan Carlos I inauguró su reinado siendo alguien (actor) y acabó siendo algo (símbolo).
Felipe VI inaugura su reinado siendo algo y muchos le van a pedir que se comporte como si fuera alguien.
Juan Carlos heredó el poder de Franco. Quiso conservar su posición y tuvo la suficiente astucia como para darse cuenta de que si quería conservar la misma debía reformar.
Alejandro Rodríguez de Valcárcel toma juramento al rey Juan Carlos el 22 de noviembre de 1975.
El proceso de Reforma dio como resultado la figura de un rey despojado de poderes efectivos, cuyos actos no tienen eficacia de no ir refrendados por la firma de alguien que se haga responsable de los mismos.
Primer discurso de Juan Carlos I ante las Cortes.
Juan Carlos salvó el cargo prescindiendo del poder. Su empeño entraña algo de paradójico: luchar para convertirse en un referente y dejar de ser un actor.
Felipe VI hereda esta situación desde el comienzo de su reinado. Pero como todo comienzo nos trae connotaciones de cambio y de esperanza, su posición resulta equívoca: se demanda de él algo distinto, propio de un hombre joven, con nuevas ideas; pero por otro lado, ese hombre nuevo no es protagonista sino referente institucional.
Juan Carlos I firma la ley de abdicación el 18 de junio de 2014.
En un país de arraigada tradición monárquica, la situación del nuevo rey apenas merecería comentario. En un país en el que, como en España, la monarquía tiene tradición pero no arraigo, la situación del nuevo rey no deja de ser la de la institucionalización de la impotencia.
Siendo la situación de España en 1975 peor que en 2014, es la tarea del nuevo rey más difícil que la de su padre en aquellos años. Su padre era protagonista, podía actuar, apostar, equivocarse, acertar, podía en definitiva hacer algo.
Felipe puede orientar, arbitrar, moderar, es decir, tiene mucha información pero poca capacidad de decisión.
La monarquía parlamentaria tiene algo de objeto imposible: si es fiel a la Constitución, el rey no puede intervenir de forma directa en los problemas, por lo cual más de uno se podrá preguntar que para qué sirve su magistratura; pero, a su vez, si trata de intervenir, con mejor o peor voluntad y acierto, se le puede reprochar que se está extralimitando de sus funciones.
Felipe VI jura la Constitución el 19 de junio de 2014.
Un caso similar se plantea en las relaciones que los reyes establecen con los demás ciudadanos: si la relación es muy próxima, se corre el riesgo de ver a la institución despojada de ese halo de misterio y magia del que en el fondo siempre ha querido revestirse, pero si la relación es hierática produce el natural rechazo que hoy día provocan los gestos altivos y distantes.
Primer discurso de Felipe VI ante las Cortes.
Veo difícil el futuro de la Monarquía en España, pero no porque haya una fuerte convicción republicana (aquí no hay convicción fuerte de nada), sino porque España atraviesa una crisis de tal calibre que toda institución está bajo sospecha y los partidos políticos que han estado a la base de la situación todos estos años aparecen como desorientados y sin capacidad de respuesta. Surgen nuevas fuerzas que no sienten un gran apego hacia la institución monárquica.
Paseo de los nuevos reyes tras el juramento en Cortes.
Las más altas figuras de la representación política han aplaudido estos días con calor tanto al viejo como al nuevo rey. Los aplausos que reciben las personas que ostentan cargos simbólicos son también aplausos simbólicos: si el rey es la culminación simbólica de un sistema, los aplausos que los políticos dirigen al rey son aplausos que se dirigen a sí mismos. Se confundirán por tanto si se dan por satisfechos con esos aplausos, pues es como tener satisfacción por el autoelogio.
La República, el día que venga, tendrá que plantearse como algo positivo y no como la ausencia de rey. Eso no sería República, sería simplemente a-monarquía.



viernes, 20 de junio de 2014

EJERCICIO DE COMBINATORIA.

1.    A uno le puede gustar el fútbol y ser culto.
2.    A uno le puede gustar el fútbol y ser un inculto.
3.    A uno le puede disgustar el fútbol y ser culto.
4.    A uno le puede disgustar el fútbol y ser un inculto.

Derivaciones:
Ø Hay personas que responden a cada una de estas combinaciones.
Ø    Más de una persona piensa que por disgustarle el fútbol está en el caso 3, pero no se plantea la posibilidad de que pudiera estar en el caso 4.
Ø    Que algo te disguste no es garantía de exquisitez.
Ø    Es bueno disfrutar con lo que te gusta.
Ø    Es signo de estupidez desear el fracaso de aquello que no te gusta, sólo por el hecho de que no te guste.
Conclusión:
Hay que tener más respeto y menos presunción. El que sabe no lo dice, lo muestra. Lo demás es pedantería.
Anexo: todo el mundo acierta a posteriori pero, sean cuales sean sus errores, me gusta el tipo humano representado por Vicente Del Bosque.
Propuesta final:
El nuevo rey, Felipe VI, debería inaugurar su reinado elevando la categoría nobiliaria del marqués haciéndolo Duque de Del Bosque.



lunes, 16 de junio de 2014

EL "RÁPIDO"-

Quien en España no haya viajado en tren antes de 1982 no puede hacerse una idea cabal de lo que suponía pasar horas y horas metido en un vagón y, dentro del vagón, en un departamento de ocho plazas con unos asientos diseñados de tal manera que, justo a la altura de la cabeza, sobresalía un promontorio que, diseñado sin duda o por un sádico o por un resentido, impedía cualquier conato de sueño o descanso.
Ya la propia experiencia de conseguir subir al vagón era una prueba más apta para un aficionado a la escalada en la alta montaña que para un simple viajero, pues la altura de los vagones era considerable y los escalones de acceso eran difíciles para cualquier persona de mediana edad.




En los viajes se repetían casi siempre los tipos humanos, no faltando nunca un viajante de comercio ni una monja.
Los horarios no se cumplían nunca, hecho aceptado como normal tanto por los viajeros como por los familiares que acudían a la estación a recibir al recién llegado. Unos y otros entendían que los horarios eran aproximativos y el enfado solía ser sustituido por la resignación más estoica.
Los nombres de los trenes eran pretenciosos, tales como el “rápido” o el “expreso”, denominaciones que objetivamente denotaban eficacia y puntualidad pero que la experiencia los había ido cargando con una connotación de engaño y burla.
El “rápido” circulaba de día y el “expreso” de noche, pero ninguno de ellos cumplía lo que su nombre prometía.




El “rápido” podía tardar ocho horas en realizar un recorrido de 400 kilómetros. Daba tiempo de entablar conversación con los viajeros acompañantes, enterarse de sus profesiones y aficiones y al llegar al destino se podía sentir hasta cierta tristeza por despedirse de personas con las que se había convivido durante un lapso de tiempo que a veces parecía interminable.
El “rápido” paraba en las estaciones previstas pero también, sin saber por qué, en las imprevistas, en los apeaderos más humildes e incluso en medio del campo.
El “rápido” se deslizaba por los campos de España con lenta y trabajosa trepidación. A veces, en su marcha, daba la sensación de ir más despacio que cuando estaba parado.
Nadie se inquietaba por las paradas imprevistas, pues lo eran sobre el papel, porque en la experiencia de cada viajero eran totalmente previsibles.
Siempre he pensado que cuando los británicos presumen de su humor lo hacen porque no han pasado por la experiencia de montar en un tren que, llamado el “rápido”, fuera capaz de ocupar la vida de una persona durante tantas horas, quizá fuera el nombre una muestra de sentido del humor por parte de la RENFE.




Aquellas pretenciosas denominaciones me recuerdan al dial de las viejas radios, en el que, nunca he sabido por qué, aparecían nombres de ciudades como París, Berlín o Moscú, aunque jamás se podía captar otra emisora que no fuera la de tu propia localidad.
Los trenes en España mejoraron bastante a partir de 1982, cuando se celebró el Campeonato Mundial de Fútbol. Fueron años de crecimiento, de gran inversión en infraestructuras. Posteriormente, en 1992 vino el AVE.
Ahora en los trenes no se entabla conversación. Cada cual va pertrechado con sus diversos aparatos de alta tecnología y el arte de la conversación ha quedado sustituido por una polifonía de charlas en el teléfono móvil, cada vez más inteligente y cada vez usado con menor inteligencia.
Como por más que se haya avanzado en tecnología, apenas se ha avanzado en la costumbre de hablar a gritos, un viaje en tren, aunque mucho más breve y confortable, puede ser una experiencia desagradable según el compañero (más bien vecino de asiento ) que a uno le toque en suerte.






Como suele pasar con los viejos que han vivido experiencias que ya no están en el horizonte, no puedo evitar pensar que quien no ha viajado en el “rápido” o en el “expreso” no sabe lo que es viajar en tren.

domingo, 15 de junio de 2014

JUEGOS Y REGLAS.

Siempre se dijo que el ajedrez, además de ser un entretenimiento era un juego que servía para ejercitar la inteligencia. Ello es indiscutible: el ajedrez desarrolla las capacidades de cálculo mental que permiten que el experto jugador pueda jugar su partida con solvencia y no se limite a mover las piezas de acuerdo con las reglas prescritas.




¿Para qué sirve pues el ajedrez? Podemos pensar mucho sobre ello pero lo que nadie podrá discutir en el fondo es el hecho radical de que, por encima de cualquier otra consideración, el ajedrez sirve sobre todo para desarrollar las capacidades necesarias para poder jugar al ajedrez.
¿Qué es el juego, sino la decisión de aceptar unas reglas para poder jugar al mismo? La trascendencia de lo lúdico consiste en la inmanencia de la aceptación de sus propias reglas.




Cuando no se aceptan las reglas, el juego pierde su sentido. La trampa no deja de ser la aceptación de las reglas y el intento de jugar con la vigencia de las mismas por parte del contrincante para sacar ventaja. El tramposo no rompe con el juego, lo acepta en su vigencia para, sirviéndose de dicha vigencia, disimular e intentar vencer. El tramposo nunca podrá ser por tanto un “revolucionario”, si acaso, será un sinvergüenza.
¿Para qué sirve el ajedrez? Para poder jugar al ajedrez.
¿Y la vida, para qué sirve? ¡Para vivirla, para qué va a servir si no!.
Pero no, porque la vida no es un juego. ¿O sí? No sé.

sábado, 7 de junio de 2014

EL ÁRBOL DE LA CONSTITUCIÓN.

El derecho establecido tiene siempre a su base una correlación de fuerza que lo ha impuesto. El derecho no se basa en sí mismo, se basa siempre en un hecho que lo ha impuesto. El hecho puede ser más o menos violento pero es siempre en sí intrínsecamente contradictorio pues establece deber a partir de una realidad.
Cuando se dice que tal estado no debe existir o que tal otro debería existir se confunden dos órdenes, el de lo que hay y el de lo que debe haber.
Ningún estado debe existir, no porque todos deban desaparecer sino porque sencillamente los estados no deben existir, simplemente existen, están en el orden de los hechos.
Justificar su permanencia o su destrucción es algo muy difícil. Si acaso, lo más que se puede hacer es hablar de la conveniencia o no de su existencia, de las ventajas o inconvenientes que puede reportar su modificación. En definitiva, la justificación del estado no puede ser en última instancia jurídica, pues ello nos introduciría en un círculo. Sólo puede ser pragmática: un cálculo menos solemne y más útil en lo que se refiere a sus prestaciones, eficacia y aceptación.
Lo que no tiene sentido es lo que habitualmente se hace en España, tomar la Constitución como argumento. La Constitución dice lo que dice pero lo que no puede hacer es resolver problemas que no por no regulados en la Constitución dejan de existir. Dicho de otra forma: la Constitución puede dar cuenta de si alguna ley o medida son constitucionales o no, pero no puede dar cuenta de sí misma. La Constitución no puede sustituir a la política.
La Constitución tiene utilidad como cauce. Si se pretende convertir el cauce en dique, la Constitución traiciona su misión fundamental.
Con esto no se quiere decir que haya que saltar sobre la Constitución de manera frívola, lo que se pretende afirmar es que la Constitución no puede ser un hecho indiscutible.
Si una demanda cobra fuerza y la Constitución no es capaz de recogerla, lo suyo, lo político, será adecuar la Constitución a la demanda, si es que se comprueba que tal demanda es de fondo y no un impulso pasajero. Lo que es equivocado es reposar sobre la Constitución para esperar a que la demanda cese. Eso no es hacer política, eso es tomar la ley suprema como sustituto de la acción política.
Si un árbol es muy rígido, cuando vienen vientos huracanados cae al suelo. Si el árbol es más flexible puede resistir mejor la fuerza de los vientos, como ya nos enseñaron los clásicos.
Me parece que nuestros constituyentes, quizá asustados de nuestra historia, hicieron un árbol muy rígido en algunas de sus ramas, aunque en otras, como sabemos, no lo hicieron tan rígido.

domingo, 1 de junio de 2014

SOBRE EXTREMOS.

Cuando alguien dice que todos los extremos son iguales y por tanto todos son malos piensa que está diciendo una verdad inatacable pero en realidad no está diciendo nada.
Es verdad que son iguales, porque los dos extremos son eso, extremos, y en este sentido son iguales. Que sean malos sólo se podría afirmar si se establece que un extremo es malo por el hecho de ser extremo, cosa en principio que no resulta nada clara.
Quien dice esto lo que trata de afirmar es la bondad del término medio, pero tampoco ha entendido lo que quiso decir Aristóteles con ello: el término medio lo es entre dos extremos en lo que se refiere a nuestras acciones y pasiones, no en cuanto al valor. No entender esto es confundir el término medio con una ética de la mediocridad.
Sería un poco absurdo decir que en cuanto al robo, la virtud consiste ni en robar constantemente ni en no robar nada sino en robar de forma moderada, de vez en cuando pero sin pasarse.
Igual de absurdo, pero más sórdido sería establecer que en la relación de pareja lo adecuado es ni ser constantemente fiel ni no serlo nunca, sino ser fiel de forma moderada, siendo infiel también, pero sin excederse.
En cuanto a matar a alguien, sería absurdo decir que lo justo y adecuado es ni pasarse y matar por ahí cada día a alguien ni ser tan tímido que nunca se atreva uno a cargarse a alguien: lo suyo, por tanto, para no caer en el extremo, sería matar, pero poco a poco y a pocos, no ir matando a troche y a moche.
En cuanto a la corrupción, el extremo estaría ocupado por quien nunca es corrupto o por quien lo es siempre y el término medio por quien es corrupto de vez en cuando, a ratos perdidos.
Desde el punto de vista del valor, para el propio Aristóteles, la virtud ética es un extremo puesto que es lo mejor. Si no se entiende esto bien, se extraería la errónea interpretación de que pues la virtud ética es un término medio, lo suyo es no ser ni muy bueno ni muy malo, sino un término medio entre estos dos extremos, lo cual es absurdo para Aristóteles y para todo el mundo.

Decir que todo extremo es igual no es una afirmación política ni ética, es una afirmación geométrica vacía de contenido con la cual mucha gente quiere flotar para salir airosa de cualquier compromiso, o disimular su indigencia de pensamiento.