En
todo cambio hay que suponer un estado inicial, un estado final, un tiempo
transcurrido entre estos dos estados y un proceso realizado en ese tiempo que
nos permite pasar del estado inicial al estado final.
A
su vez la elección del estado que tomamos como inicial y el que determinamos
como final es siempre el resultado de una toma de postura y por tanto, una decisión de
acotamiento siempre arbitraria, si bien la arbitrariedad puede ser mayor o
menor atendiendo a factores que nos permitan, de manera justificada, poder
defender el punto de partida y el punto de llegada que tomamos para nuestro análisis.
Hasta
aquí nos movemos en un terreno en principio neutro, aunque el hecho de que nos
fijemos en ciertos acontecimientos olvidando otros es síntoma de un enfoque
previo, no explícito, que hace que consideremos algunos acontecimientos como
altamente significativos y otros como indiferentes.
Hay
con todo, algunos términos y expresiones que de manera más explícita nos
muestran ya una valoración. Uno de ellos es el de progreso.
Todo
cambio muestra de forma necesaria un proceso.
Que un proceso sea calificado de progreso
muestra que cuando tal cosa afirmamos estamos de hecho considerando que el
estado final es superior al inicial.
Que
haya progreso es algo que en muchas ocasiones es cierto, pero también es cierto
que existe una tendencia a confundir lo posterior
con lo superior.
“
Posterior” hace referencia a algo que viene después, por tanto, tiene un
significado exclusivamente temporal. Basta con comprobar los datos de cada
acontecimiento concreto para saber si es o no posterior a algún otro
acontecimiento. Lo que no es ya tan evidente es que algo posterior sea por ese
solo hecho superior. Sólo una idea de progreso ingenua puede sostener que lo
posterior es superior.
Leí
en una ocasión un artículo que lamento no recordar y en el cual el autor ponía
un ejemplo muy gráfico: si la invención de la cerilla hubiera sido posterior a
la del encendedor, no faltarían gentes que alabarían el progreso que la cerilla
supone respecto del encendedor.
El
juego y, también es preciso reconocerlo, el encanto de la moda, residen
precisamente en hacernos creer que lo nuevo es superior a lo antiguo por el
solo hecho de ser nuevo. La presión de la moda puede llegar a imponerse con
mayor fuerza que el más estricto de los imperativos legales.
Los
positivistas del siglo XIX fueron los que de forma más natural asumieron la
creencia en el progreso. Tenían buenas razones para mostrar su entusiasmo pues
la medicina y otras ciencias avanzaban en esos años de tal manera que difícilmente se podía creer que
no hubiera un progreso. Por desgracia el siglo XX pudo comprobar cómo el
progreso científico y tecnológico no iba muchas veces acompañado de un progreso
moral. Se vio con terror que era posible aunar una racionalidad técnica con una
absoluta irracionalidad en cuanto a los fines.
La
idea de progreso no debe ser abandonada, pues ello nos haría caer en la
complacencia desengañada, pero tampoco debe ser asumida de una manera ingenua. El
progreso debe venir unido al compromiso de cada uno con aquello que considere
como más honesto. El progreso, si se quiere salvar, debe ser aislado de la
simple constatación de hechos que todo proceso tiene. No se debe confundir
progreso con estadística. Las estadísticas no dan más que lo que nosotros
ponemos en ellas, miden lo que queremos
medir y, por ello, son tan fácilmente manipulables sin tan siquiera tener que
tomarse muchas veces el esfuerzo de mentir. Eso la saben muy bien los
gobiernos.
Confundir
proceso con progreso es una de las muchas variantes de la confusión entre lo
cuantitativo y lo cualitativo. Lo meramente cuantitativo puede impresionar
nuestra mente de tal manera que nos aparezca como cualitativo.
Un
ejemplo gráfico de esto último: si una persona tiene 40 grados de fiebre y otra
en el mismo momento tiene sólo unas décimas, si dejamos transcurrir unas horas
y volvemos a tomar la temperatura y comprobamos que la persona que tenía 40
grados ha pasado a tener 38 y la que tenía unas décimas ya no las tiene,
podemos presentar este hecho de dos maneras: de una manera honesta diremos que
la persona que tenía unas décimas y ahora ya no las tiene está en mejor estado
de salud que la persona que en ambos casos tenía fiebre alta. Si presentamos
los datos tal como haría, por ejemplo, un gobierno que quisiera transmitir una
sensación de mejora a toda costa, podríamos decir que la persona que ha bajado
de 40 grados a 38 ha experimentado una evolución más intensa que aquella que sólo
ha eliminado unas décimas. En ningún caso se miente pero en el segundo se juega
con la impresión que la contundencia del número tiene y que puede llevar a
mucha gente a engaño.
No
hay que despreciar por supuesto los aspectos cuantitativos, pero con ellos
simplemente no podemos hablar de progreso. En la enseñanza, por ejemplo, se ha
avanzado mucho en lo que se refiere a la escolarización, pero esa escolarización
muchas veces sirve a la satisfacción estadística que da a los responsables
poder afirmar que no hay niños que no asisten a la escuela. Se persigue el
absentismo, pero una vez logrado que toda persona en edad escolar esté sentada
ante su pupitre, qué sea lo que tal persona aprenda o haga parece que ya es
secundario. Está en la escuela, ya hemos cumplido.
Al
llegar el final de un curso, políticos, inspectores, directores, nos abruman
con estadísticas, gráficos, líneas de todo tipo y color, para tratar de
explicar los datos obtenidos. Lo cuantitativo se impone de tal manera que, en
vez de surgir un debate serio ( hace años que no se debate en los centros) lo
que se hace por parte de casi todo el mundo es pedir aclaraciones sobre los gráficos
presentados. En lugar de plantear si estamos haciendo las cosas bien entramos a
discutir si están bien o no reflejados los datos. Se asume el dato como la última
palabra, y de paso desaparece la palabra como instrumento de discusión. La
palabra, portadora de ideas, es tratada de forma condescendiente como palabrería, y los datos, que sin
valoraciones no son nada, se imponen como un sustituto fraudulento de la
discusión.
En
definitiva, estamos ante un auténtico retroceso.