Siempre
se dijo que el ajedrez, además de ser un entretenimiento era un juego que servía
para ejercitar la inteligencia. Ello es indiscutible: el ajedrez desarrolla las
capacidades de cálculo mental que permiten que el experto jugador pueda jugar
su partida con solvencia y no se limite a mover las piezas de acuerdo con las
reglas prescritas.
¿Para
qué sirve pues el ajedrez? Podemos pensar mucho sobre ello pero lo que nadie
podrá discutir en el fondo es el hecho radical de que, por encima de cualquier
otra consideración, el ajedrez sirve sobre todo para desarrollar las
capacidades necesarias para poder jugar al ajedrez.
¿Qué
es el juego, sino la decisión de aceptar unas reglas para poder jugar al mismo?
La trascendencia de lo lúdico consiste en la inmanencia de la aceptación de sus
propias reglas.
Cuando
no se aceptan las reglas, el juego pierde su sentido. La trampa no deja de ser
la aceptación de las reglas y el intento de jugar con la vigencia de las mismas
por parte del contrincante para sacar ventaja. El tramposo no rompe con el
juego, lo acepta en su vigencia para, sirviéndose de dicha vigencia, disimular
e intentar vencer. El tramposo nunca podrá ser por tanto un “revolucionario”,
si acaso, será un sinvergüenza.
¿Para
qué sirve el ajedrez? Para poder jugar al ajedrez.
¿Y
la vida, para qué sirve? ¡Para vivirla, para qué va a servir si no!.
Pero
no, porque la vida no es un juego. ¿O sí? No sé.
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