Quien
en España no haya viajado en tren antes de 1982 no puede hacerse una idea cabal
de lo que suponía pasar horas y horas metido en un vagón y, dentro del vagón,
en un departamento de ocho plazas con unos asientos diseñados de tal manera
que, justo a la altura de la cabeza, sobresalía un promontorio que, diseñado
sin duda o por un sádico o por un resentido, impedía cualquier conato de sueño
o descanso.
Ya
la propia experiencia de conseguir subir al vagón era una prueba más apta para
un aficionado a la escalada en la alta montaña que para un simple viajero, pues
la altura de los vagones era considerable y los escalones de acceso eran difíciles
para cualquier persona de mediana edad.
En
los viajes se repetían casi siempre los tipos humanos, no faltando nunca un
viajante de comercio ni una monja.
Los
horarios no se cumplían nunca, hecho aceptado como normal tanto por los
viajeros como por los familiares que acudían a la estación a recibir al recién
llegado. Unos y otros entendían que los horarios eran aproximativos y el enfado
solía ser sustituido por la resignación más estoica.
Los
nombres de los trenes eran pretenciosos, tales como el “rápido” o el “expreso”,
denominaciones que objetivamente denotaban eficacia y puntualidad pero que la
experiencia los había ido cargando con una connotación de engaño y burla.
El
“rápido” circulaba de día y el “expreso” de noche, pero ninguno de ellos cumplía
lo que su nombre prometía.
El
“rápido” podía tardar ocho horas en realizar un recorrido de 400 kilómetros. Daba
tiempo de entablar conversación con los viajeros acompañantes, enterarse de sus
profesiones y aficiones y al llegar al destino se podía sentir hasta cierta
tristeza por despedirse de personas con las que se había convivido durante un
lapso de tiempo que a veces parecía interminable.
El
“rápido” paraba en las estaciones previstas pero también, sin saber por qué, en
las imprevistas, en los apeaderos más humildes e incluso en medio del campo.
El
“rápido” se deslizaba por los campos de España con lenta y trabajosa trepidación.
A veces, en su marcha, daba la sensación de ir más despacio que cuando estaba
parado.
Nadie
se inquietaba por las paradas imprevistas, pues lo eran sobre el papel, porque
en la experiencia de cada viajero eran totalmente previsibles.
Siempre
he pensado que cuando los británicos presumen de su humor lo hacen porque no
han pasado por la experiencia de montar en un tren que, llamado el “rápido”,
fuera capaz de ocupar la vida de una persona durante tantas horas, quizá fuera
el nombre una muestra de sentido del humor por parte de la RENFE.
Aquellas
pretenciosas denominaciones me recuerdan al dial de las viejas radios, en el
que, nunca he sabido por qué, aparecían nombres de ciudades como París, Berlín
o Moscú, aunque jamás se podía captar otra emisora que no fuera la de tu propia
localidad.
Los
trenes en España mejoraron bastante a partir de 1982, cuando se celebró el
Campeonato Mundial de Fútbol. Fueron años de crecimiento, de gran inversión en
infraestructuras. Posteriormente, en 1992 vino el AVE.
Ahora
en los trenes no se entabla conversación. Cada cual va pertrechado con sus
diversos aparatos de alta tecnología y el arte de la conversación ha quedado
sustituido por una polifonía de charlas en el teléfono móvil, cada vez más
inteligente y cada vez usado con menor inteligencia.
Como
por más que se haya avanzado en tecnología, apenas se ha avanzado en la
costumbre de hablar a gritos, un viaje en tren, aunque mucho más breve y
confortable, puede ser una experiencia desagradable según el compañero (más
bien vecino de asiento ) que a uno le toque en suerte.
Como
suele pasar con los viejos que han vivido experiencias que ya no están en el
horizonte, no puedo evitar pensar que quien no ha viajado en el “rápido” o en
el “expreso” no sabe lo que es viajar en tren.
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