En el fondo nos resulta
imposible imaginar nuestra propia
ausencia del mundo porque no somos capaces de imaginar la aniquilación.
Del mismo modo que tampoco
somos capaces de imaginar la ausencia
radical de realidad, la nada.
Sí
que podemos pensar tanto lo uno como
lo otro. En contra de lo que la ensoñación romántica nos parece sugerir, la
capacidad de concebir es más amplia que la de imaginar. Kant no puso límites al
pensamiento como tal, pero sí que se
los puso al conocimiento, limitado
este último al ámbito de aplicación de la sensibilidad.
A
pesar de todos sus esfuerzos, la fuerza con la que Kant impone la evidencia de
sus formas de sensibilidad viene dada más por una incapacidad de nuestro
pensamiento de imaginar la ausencia de tales formas que por una deducción
estricta de su necesidad.
Aunque
Kant aspire siempre a una demostración jurídica,
a la hora de la verdad se impone más bien la evidencia psicológica, al estilo de Berkeley, que es en realidad la gran
fuerza de convicción de todo idealismo, la incapacidad de imaginar un mundo
independiente de nosotros.
Quizá
si pensáramos nuestra ausencia, nuestra muerte no como aniquilación sino como
olvido, seríamos capaces de alcanzar una comprensión más cabal.
No
podemos imaginar un presente en el que no estemos pero sí podemos darnos cuenta
de que la mayor parte de nuestras horas, de nuestros presentes, cae en el
olvido.
Quizá
la mejor imagen de la muerte no sea la habitual de un sueño sin sueños, de un
descanso, sino la de un eterno olvido de nosotros mismos.
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