Hace
ya unos cuantos años, en un documental sobre el gran pianista polaco Arthur
Rubinstein, me llamó la atención una afirmación. Según decía Rubinstein, cuando
estaba ensayando en la habitación del hotel, si en ese momento entraba el mozo
del hotel, notaba que ya no estaba tocando para él mismo sino que, sin que
pudiera evitarlo, empezaba a tocar para el mozo.
Arthur Rubinstein. |
La
presencia de un público, sea este pequeño como en el caso del mozo, sea el gran
público de la sala de conciertos, provoca que el intérprete ejecute de manera
distinta a como lo hace cuando sabe que nadie está escuchando.
Otro
gran pianista, el canadiense Glenn Gould, abandonó desde muy joven las
actuaciones en público y se dedicó de manera exclusiva a tocar en los estudios
de grabación, no por miedo al público sino para evitar la distorsión que
inevitablemente se produce al saberse directamente observado.
Glenn Gould. |
Yo,
que no soy pianista, aunque durante muchos años sí que he tocado para mí mismo,
no he sentido esa sensación de tocar para otro pues nadie se ha molestado gran
cosa en escucharme, con toda razón, por otra parte.
Con
todo, sí que he tenido que hablar en público, pues gran parte de mi trabajo
cotidiano consiste en eso. La costumbre de hacerlo hace que no me preocupe en
exceso por el efecto de mis palabras. Nadie me graba y, por lo tanto, hablo con
despreocupación.
Hace
años, a petición de unos padres, tuve que acceder a que mis palabras fueran
grabadas dado el caso de que su hija padecía una discapacidad auditiva. Yo
accedí de buen grado a la petición que los padres de esa alumna me hicieron
pero, con todo, no dejaba de sentirme incómodo, no hablaba con naturalidad, me
abstenía de ciertas bromas al pensar que mis palabras iban a quedar
registradas. Quizá el resultado fuera positivo al prohibirme a mí mismo las
tonterías que despreocupadamente suelo decir , pero nunca dejé de sentirme
molesto.
Las
conversaciones por teléfono sólo se graban cuando hablamos con una compañía y
esta nos advierte de ello. También se graban si el juez lo ordena.
Nadie
ha grabado los discursos que dirijo cada año a los graduados. Mejor así: lo que
está pensado para una ocasión rara vez supera las circunstancias de tiempo y
lugar. Sólo los más grandes oradores consiguen que sus palabras adquieran un
halo de intemporalidad.
Cuando
yo desaparezca también mi voz se irá para siempre. Puede que alguien la recuerde
con cariño. Eso será suficiente aunque a mí poco me ha de importar.